Cielos despejados sobre campos verdes
de indiferencia. Indiferencia de quién ya no busca, de a quien nadie
llena, de a quien nada ilusiona. La motivación es un bien lejano y
caro por el que se paga el precio de la verdad. Calor interior que
ilumina y quema, que duele, que termina siendo placentero. Dejad que
arda, que ardan.
Arden los títeres en esta mi función
teatral de la más variada colección de bichos raros,
acontecimientos extraños y personajes salidos de toda lógica
humana. Niños rodeados de paredes que les gritan a sus madres que
les ignoren. Mujeres que cierran los ojos cada vez que tienen que
mirar alrededor. Hombres que creen que los sueños están para
hacerlos realidad y no para ver como se desmoronan. Se desmoronan,
intentan no perder la cabeza mientras todo se viene abajo y no son
capaces de tocar fondo. Vorágine surrealista en la que nada ni nadie
está donde debería estar.
Y ahí, en medio de todo ese caos,
estoy yo en el vacio, vacio en el que he erigido mi baluarte de
voluntad, bastión de la dignidad y lo justo que aún queda en el ser
humano. Un sitio donde se puede entrar pasando el sesgo, donde no hay
gente, sólo personas.
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